jueves, 5 de julio de 2012


Abandoné la ventana de nuestro departamento cuando el cuadro se armaba de gente-tejido en una alfombra descompuesta de varias cuadras. Volví a mis dos hijas que estaban sentadas frente a mí con la mirada lejos (tal vez en la casa de verano de la familia de su madre), este verano les tocaba pasarla conmigo en un doceavo piso en el centro de la ciudad sin otra diversión que las ocurrentes visitas de mis amigos. La revolución seguía apunto de estallar desde el domingo.
Ellas con su cabello totalmente descompuesto y las carcajadas contenidas por labios respetuosos de la poca autoridad que todavía les represento.
-Será que venga Daniel, pá
-No creo
-¡Ojalá que sí!... él huele chistoso
-Es gasolina, en otros tiempos olería a cigarros
-O a güisqui
-No, a eso huele cuando sale de aquí...
Un reflejo me hizo volver a la ventana, ya con la cascada en fadeout de sus  risas y los veloces pasos alejándose del estudio. Entonces entendí que se desvanecía otra revolución bajo dos hipótesis: una, en este lugar no faltan revolucionarios, faltan líderes extraordinarios; otra, todos somos cobardes.


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